miércoles, 31 de diciembre de 2008

The End


2008 expira. Hoy es la última noche. El The end anual. Una noche que finiquita el año. Una noche de olores. Huele a atascos en las aceras, coches en doble fila y Varón Dandy. Saca los trapos de pingüino del armario, porque hoy no es carnaval, pero todo el mundo se disfraza. Los hombres de pingüino, las mujeres de María Jiménez. Prepara el anillo, el mechero para quemar deseos y la lencería roja. Sobre todo la lencería roja. Yo aún no la he comprado. Y debería. Y es que tanto los concesionarios de coche como las personas aprovechamos Diciembre para intentar cumplir los objetivos. Unos en ventas, los otros en follesca. La última noche tiene esencia a lujuria. Lujuria que se manifiesta hasta en el color de las braguitas. Mientras te comes las uvas haces balance de lo bueno y lo malo. Balance mental del bagaje de folleteo del último año. En mi caso ha salido en número rojos. Rojos como esas braguitas de las que hablaba. Es decir, que no solo no he follado, sino que además debo polvos. Olor a lascivia. Pero cuidado. No solo penséis en hacerle muescas al revolver, porque ya huelo a Ramontxu y su capa y en 0,2 estará explicando como suenan los cuartos, y cuando quieras darte cuenta tendrás la boca llena de zumo de uva con tropezones y alguno de tus familiares torpones pondrá un nuevo gotelé en la pared. El 2008 se acaba.
Pero tranquilo, que el 2009 ya está ahí, y tendrás oportunidad de empezarlo con buena voluntad, y de hacer listas con firmes y fugaces propósitos, y de darle tu dinero al tipo del gimnasio otra vez. Pero todo esto da igual, porque una año más sigues siendo una hiena. Pero para eso sirve cambiar de año ¿No?

domingo, 28 de diciembre de 2008

Anoche me desperté atrapado en un poema.


Anoche me desperté atrapado en un poema.
Un poema de versos sueltos que formaban un campo de sueños oscuros como la noche, y donde solo resplandecían dos estrellas grandes como los ojos de Aixa y una luna menguante que el suave viento mece mientras su imagen es reflejada en un arroyo de agua que no suena. Allí estaba yo: En medio de la oscuridad, sin sonidos, sin gentes, al lado de un arroyo que refleja la luna. Solo los lirios y yo, ambos perdidos, angustiados, y helados.
Mas tarde supe que estaba en la Huerta de San Vicente, pero en ese momento yo no lo sabía. Solo sabía que no sabía donde estaba pero que había una fragancia en el aire que me resultaba familiar. Quizás era porque se trataba de un lugar que hacía tiempo que no visitaba y por eso no recordaba. Adelante, en medio de las hileras de lirios, me atreví a distinguir lo que parecía una vieja barraca a la que me acerqué. Maderas raídas flanqueada por piedras inertes, y por cuya madera resbalaban unas gotas que mi vista no adivinaba si eran lágrimas o sudor. Cuando quise tocarlas comprendí que se trataban de lágrimas, pero lágrimas que no estaban en la madera, sino que manaban de mis ojos. Me agaché para coger una hoja con la que secarme, cuando de pronto la barraca se convirtió en un fogonazo, rojo como las pepitas de una granada, con llamas que comenzaban a acariciar su madera como un amante novel, hasta que la ternura se convirtió en furia y las llamas crecieron tanto que se convirtieron en una aurora roja que atravesaba el cielo. Poco a poco las maderas y las ruedas son sustituidas por cenizas, desapareciendo las llamas y quedando de nuevo la luna y las dos estrellas como única luz. El suave viento comenzaba a levantarse, bajando desde la Sierra y trayendo recuerdos del Veleta camuflados como una colección de suspiros que corretean por el valle y elevan las cenizas, arremolinándolas como una nana. Pero esa nana desaparece y dejan paso a verdugos que salen de entre la oscuridad. Verdugos fríos que rezuman odio desde sus hachas de acero desnudo. Hombres con hachas que hacen las veces de juez, jurado y verdugo y que me castigan. Me castigan con el exilio, mandándome lejos de ese campo de lírios, alejándome de los ojos de Aixa.
Desesperado, ruego clemencia. “Por favor, tengan piedad. Córtenme los miembros, sáquenme los ojos, pero por favor no me separen de esta tierra porque por lejos que me lleven aquí se queda mi alma”
Y desperté. El sonido ronco del despertador me levantó. El sueño se terminó. Pero el castigo de los verdugos seguía siendo real.

sábado, 20 de diciembre de 2008

Muñequita


Una muñequita. Eso es ella. Vestidita de azul. Recortada en un borde de la cama. Como una estampa. Mejor que una postal. El camisón se escurre de su hombro. Es de seda. ¿Su piel o el camisón? Azul como sus ojos. O así creo que eran. Los tiene cerrados. Cerrados y rodeados. Por pestañas infinitas. Largas hasta cansar. Confundidas con la oscuridad. Un tema de Vangelis. Azul como eran sus zapatos. O así me lo parecieron. Se los quité. En la esquina están. Se esconden. Asustados. Confundidos. De mi muñequita. Bocados. Le he dado bocados. En los tobillos. En el cuello. Sabe a frambuesa. Tan de carne y hueso. Tan de mentira. Mi nueva Barbie. Afición tardía por las muñecas. Me encanta jugar con ella. La adoro.Tan delicada. Tan pequeñita. Una monada.
Ay…(suspiro) Siempre se me olvida que cuando te quieren no hay que dejarles dinero en la mesita.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

El exquisito matutino



El despertador. The alarm clock. Le reveil, que dicen los franceses. Tres nombres para la misma mierda. Un sustantivo maldito. El eslabón perdido de la involución. Dichoso aparato que cada mañana me recuerda lo miserable que es mi vida e invento demoníaco que me devuelve al anonimato de mi existencia. Ojalá pudiera suprimirlo de la humanidad por arte de birlibirloque, con un golpe de varita mágica o pronunciando unas manidas palabras mágicas, haciéndolo desaparecer como si jamás se hubiera inventado, como si nunca hubiera existido. Estoy convencido que seriamos mejores personas. Seguramente Hitler hubiera amado a los judíos y no existirían las hipotecas. Y es que su amargo sonido me recuerda todas las mañanas que estoy rodeado de seres inútiles y que nunca podré ser estrella de rock. Como lo odio. Cada mañana me hace abandonar mi retiro nocturno a mundos lisérgicos donde me redimo de mis pecados diurnos. Lo admito, vivo mejor en mi realidad distorsionada. Morfeo si que es un buen camello.
Pero a las 7:15 a.m. ese mundo desaparece. Desaparece como debía haberlo hecho el despertador, que permite que el primer rayo del alba se cuele por mi ventana. ¡Lo maldigo! Y es que una vez asumida la situación no queda más remedio que abandonar el lecho y hacer frente al castigo impuesto. Pero la tortura no ha hecho más que comenzar, pues todavía queda llegar al inodoro. Porque el mundo de los sueños es muy bonito pero no intentes evacuar. Y sentado en el borde de la cama lo ves. Ese trozo de gélido pasillo que separa el dormitorio del baño y que se torna infinito. Parece infranqueable y está custodiado por un perverso aire matutino que solidifica mi aliento y me convierte en mujer. Hago un cónclave conmigo mismo para dilucidar el método idóneo para atravesar el pasillo. La elección es la misma de todas las mañanas: Sprint matutino.
Alcanzo el objetivo. Como un pato estrábico. Aún más malhumorado, aún más hastiado.

Y lo peor, es que cuando llego al baño ese cabrón con barba del espejo se ríe de mi desgracia, como todas las mañanas.