miércoles, 25 de agosto de 2010

Por favor, acaben con él


El verano está sobrevalorado. No hay estación que odie más y no recuerdo que me haya gustado alguna vez. Me irrita y me supera. No son manías, son hechos contrastados y catalogados sobre una maldición anual que vino con el pecado original. No es algo tan raro. Es bien conocido por todos que los genios odiamos la canícula: Homero no escribía poemas en verano, Einstein quiso nacer en Alemania para no pasar calor y Chaplin rodó “La Quimera de oro” para poder huir una temporada a Alaska. Y es que el calor me aturde, me enerva y me va fatal para el cutis. La gente me recomienda que vaya a la playa, pero nunca alcancé a amar el concepto de arena en el culo. Además la sal no es para mí, es para las comidas y para las heridas de tus enemigos. En el estío los males se multiplican: los atascos, los turistas y los niños, sobretodo los niños. Esas pequeñas minipersonas infames no dejan de llorar, de incordiar y de joder con la pelotita. Todo por culpa del maldito Herodes. Los niños son casi tan molestos como los mosquitos, que con su zumbido trompetero me condenan al desvelo y dejan mi cuerpo como una zona desmilitarizada.
En verano tu pareja te da calor, como si te hubieras acostado con un radiador, el sillón se transforma en velcro y entrar en tu coche es la más dolorosa e inhumana de las torturas. No soporto la canción del verano y ni los regalo del Cola-cao.
No dudaré en venderme al primero de los dioses que acabe con el verano. Sin escrúpulos ningunos profesaré su religión.
Tópicos, topiquitos y topicazos. Lo que realmente me jode del verano es que las mujeres no usen mi prenda de vestir favorita: las botas.

martes, 17 de agosto de 2010

El principio de incertidumbre en el flechazo.


Desde pequeño he tenido un serio problema de atracción que me ha marginado, atracción sexual se entiende, no de atracción de feria, aunque alguna mujer me haya catalogada de ello. Varios entendidos en la materia lo han calificado como una nueva filia dentro de las perversiones sexuales aún sin bautizar. Han sido horas de frustraciones y lágrimas maternales, a la vez que cientos de dólares invertidos en psicoanalistas. Hay a quién le gustan solo las morenas, las bajitas o en un sentido más retorcido solo las mujeres de otra raza. Yo en mi caso siempre he sufrido una atracción patológica por las chicas gafapasta. Toda mi vida enamorado de Björks, Nawjas Nimri e Isabeles Coixet. Vergüenza y miradas juiciosas mientras le pedía a mi kioskero una revista de tendencias, erecciones pudorosas en la FNAC de la zona.
Una enfermedad como otra cualquiera que me afecta a mí, un tipo de toda la vida de chupa de cuero, melena, comer con las manos, fan de Ortega y Pacheco y de muchos vicios. Pero por más que quisiera no puedo evitarlo. Pierdo el culo por chicas que usan palabras como “prosopopeya”, “desarmonía” o “inefable”. Me gusta penetrarlas mientas gritan “¡Inconmensurable!” Un incomprendido que vaga por clubs de lectura buscando hembras ebrias de falso elitismo y dogmas geométricos.
Para seducirlas no he tenido más remedio que introducirme en su mundo. Asistir a pases de películas de algún cretino danés, escribir en el Messenger con gris o aprenderme el dial de Radio 3 en cincos ciudades distintas. A una de ellas le tuve que prometer que Tom Yorke tocaría en nuestra boda. Solo pude conseguir al bajista malo de los Metallica. Fue el divorcio más rápido de la historia.
Las citas con este tipo de chicas son jodidas: pocas palabras, muchas miradas, ritmo lento y a veces son en blanco y negro. Y siempre en un Starbucks, claro. Una vez que consigo seducirlas y llevármelas a mi casa el coito se llena de parafernalia y efectismo. Completa obsesión por la adaptación. Ellas no dejan de buscar los subtítulos. A la mañana siguiente me encuentro sucio. No importa, un zumo de naranja y me siento mejor persona.
Ellas solo se enamoran de tipos que usan converse. Pies planos y cerebros cóncavos. Si se fijan en mi es porque les gustan los playmobil, y yo tengo un peinado a lo playmobil que me hace mi madre. Treintañeras liberadas con perversiones con muñecos articulados.

La vida no es fácil. Podrían gustarme las eslovacas, otros hombres o incluso los animales, pero sin embargo no puedo resistirme a los jerseys de lana, los pañuelos, y por supuesto a las gafas de pasta.

martes, 3 de agosto de 2010

Conclusiones grimosas tras una final mundialista: días de sudor y cerveza


Me gustan mis amigos. Por favor, no me malinterpreten buscando un trasfondo homo erótico en mis palabras. Simplemente me refiero a que un hombre necesita de vez en cuando la compañía de otros varones. Compartir de manera sana una serie de momentos de evasión masculina por el bien de la salud mental. Está claro que el olor, el tacto y el sabor de una dama jamás será lo mismo que el de un salón lleno de machos oliendo a rancio, pero hay momentos en los que un hombre necesita quedar con sus amigos, para ver un partido de fútbol o para jugar una buena partida de póquer. El olor a puro en el ambiente y unos wiskys en la mesa mientras desplumas a tu compadre, de lo mejor que se encuentra a este lado de la vía láctea. El ritual dominical de partido con cervezas y ganchitos mientras se comenta la jugada. La jugada de la noche anterior, claro está. Todo un homenaje a las travesuras de fin de semana.
Así, cuando se aproxima un acontecimiento que requiere de testosterona, tómese como ejemplo la final de un Mundial y el estreno de una baraja de póquer, cojo el teléfono y llamo a los colegas.
Estos a su vez se dividen en dos subcategorías: solteros y casados.

Los solteros se encuentran todos saliendo con alguna muchacha, bien en la primera cita o en el momento incipiente de la relación. A efectos es lo mismo. No pueden acudir porque se deben a la chica, ya sea para asegurar el éxito costal esa noche o para impresionarla y repetir cita. En cualquier caso se puede decir que anteponen unas pelotas a otras.
Los solteros eran mi mejor baza.

Los casados por su parte se encuentran atados de maneras muy distintas. Bien por esa criatura vomitona que huele, bien por esa suegra con la misma cara de Jabba el Hutt, capaz de devorar asados a velocidad sobrehumana mientras critica a su yerno por no ser tan bueno para su hija como el elegido por ella para el arreglo matrimonial. Casualidades de la vida, esa noche que les llamas deben comprar agua embotellada o elegir cortinas. O peor aún han olvidado compulsar la fotocopia que han de entregar junto al resto de papeles para que sus señoras les den permiso. Si sus mujeres cogen el teléfono asegurarán que sus maridos prefieren tender una lavadora antes que ver un partido en mi pantalla de 42´´. Una terrible indisposición que nada tiene que ver el póquer afectará de repente a su mujer.
Es por eso que en vista de la predisposición no me queda más remedio que tirar de agenda y comenzar a llamar a una serie de señoritas

-¿Ana? ¿Qué tal? ¿Por qué no te vienes a mi casa? Y tráete amigas…si, si, ya verás…

Y así, una a una, comienzan a desfilar esbeltas damas por mi salita de estar, mientras toman asiento con cara de perplejidad, debiéndose esa cara probablemente a que esperaban disfrutar de una noche de sexo animal. No las culpo, conocen mis perversiones. Es más, entiendo que se sintieran ofendidas por mi nulo interés en sus tangas. Pero reconozcámoslo, no solo de folleteo vive el hombre.