miércoles, 10 de diciembre de 2008

El exquisito matutino



El despertador. The alarm clock. Le reveil, que dicen los franceses. Tres nombres para la misma mierda. Un sustantivo maldito. El eslabón perdido de la involución. Dichoso aparato que cada mañana me recuerda lo miserable que es mi vida e invento demoníaco que me devuelve al anonimato de mi existencia. Ojalá pudiera suprimirlo de la humanidad por arte de birlibirloque, con un golpe de varita mágica o pronunciando unas manidas palabras mágicas, haciéndolo desaparecer como si jamás se hubiera inventado, como si nunca hubiera existido. Estoy convencido que seriamos mejores personas. Seguramente Hitler hubiera amado a los judíos y no existirían las hipotecas. Y es que su amargo sonido me recuerda todas las mañanas que estoy rodeado de seres inútiles y que nunca podré ser estrella de rock. Como lo odio. Cada mañana me hace abandonar mi retiro nocturno a mundos lisérgicos donde me redimo de mis pecados diurnos. Lo admito, vivo mejor en mi realidad distorsionada. Morfeo si que es un buen camello.
Pero a las 7:15 a.m. ese mundo desaparece. Desaparece como debía haberlo hecho el despertador, que permite que el primer rayo del alba se cuele por mi ventana. ¡Lo maldigo! Y es que una vez asumida la situación no queda más remedio que abandonar el lecho y hacer frente al castigo impuesto. Pero la tortura no ha hecho más que comenzar, pues todavía queda llegar al inodoro. Porque el mundo de los sueños es muy bonito pero no intentes evacuar. Y sentado en el borde de la cama lo ves. Ese trozo de gélido pasillo que separa el dormitorio del baño y que se torna infinito. Parece infranqueable y está custodiado por un perverso aire matutino que solidifica mi aliento y me convierte en mujer. Hago un cónclave conmigo mismo para dilucidar el método idóneo para atravesar el pasillo. La elección es la misma de todas las mañanas: Sprint matutino.
Alcanzo el objetivo. Como un pato estrábico. Aún más malhumorado, aún más hastiado.

Y lo peor, es que cuando llego al baño ese cabrón con barba del espejo se ríe de mi desgracia, como todas las mañanas.

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