domingo, 21 de septiembre de 2008

Mas colecciones y menos Prozac


Septiembre se caracteriza por la llegada del otoño. Un estío que se despide hasta el año próximo, cambiando la arena del bañador por las alopécicos árboles del parque, que dejan sus hojas en el suelo formando un manto ocre que cruje al paso. En Septiembre las mangas largas salen del armario impregnadas de olor a naftalina, comienza el colegio para pena de los niños y alegría de los padres, se acaban las vacaciones con un tenue moreno que se desdibuja, pedir un tinto de verano deja de tener sentido y Woody Allen estrena una nueva película. Septiembre se caracteriza por todo eso. Y por los coleccionables de los kioscos.
En el noveno mes los kioscos adquieren una nueva estampa de cartones y fascículos, adornando sus portadas con todo tipo de variopintas colecciones que se amontonan en las estanterías, laterales y faldas, exhibiendo llamativas promociones y exuberantes números uno. Un surtido de números uno espectacularmente presentados que hacen irresistible su compra, tentando los más bajos instintos consumistas. Yo seria un verdadero coleccionista de números uno. Si encontrase la lámpara de Aladino mi primer deseo sería una casa gigante. Pero gigante no del gigante verde, sino de la mansión del Tío Gilito. Una casa donde pudiera tener habilitada una habitación inmensa llena de números uno: figuritas, libros, dvds, orzas, mini teteras, abanicos, la rueda delantera izquierda del coche de Fernando Alonso… Pero solo el uno. Siempre me he preguntado si las editoriales publican fascículos más allá del número 4. Un amigo dice que un primo del colega del sobrino del pescadero del portero de su novia terminó una colección ¿Leyenda urbana? En mi vida hubo varios conatos de intento de realización de coleccionables, pero entre tener que recorrer media ciudad para poder encontrar la dichosa figurita de plomo del soldado libanés y que sin la maldita rueda de en medio el tanque Panzer no anda todas las colecciones se han ido quedando a medias, como prácticamente la mayoría de empresas emprendidas en mi vida. Y así, entre rosarios, abanicos y muñequitos de Marvel llega el mes de Octubre, y sin darte cuenta has olvidado los chiringuitos y los bikinis, y retomas la rutina pertinente de cafés en el trabajo, las lecturas de soslayo y el gusto por la ropa interior compartido con Chicho Terremoto.

Donde esté un dispare de números uno inservibles que se quite la fluoxetina

domingo, 14 de septiembre de 2008

Que bien se está en casa


Tengo que confesar que desde bien pequeño he tenido una filia especial y casi enfermiza por los zapatos de mujer. Planos, de aguja, abiertos, de charol, rojos, negros…de todas clases y colores, pero mis favoritos sin duda han sido los de Judy Garland. Al siempre erótico color rojo hay que sumarle la encantadora magia negra que estos poseían, que permitían al que los calzase viajar en el espacio y en el tiempo, como si de una psicodélica combinación de barbitúricos se tratase, pero mucho más sano, por supuesto. Si yo hubiera tenido unos zapatos como esos también hubiera tenido la suerte de recorrer con suela errante el camino de baldosas amarillas, conociendo inverosímiles personajes como El espantapájaros sin cerebro o El hombre de lata sin corazón. Pero muy a mi pesar nunca he tenido unos zapatos semejantes, y lo único que he conocido sin corazón han sido mujeres. Hay quién lo achaca a que como el espantapájaros no tengo cerebro, pero tengo la seguridad de que todo se debe a la mala suerte, la mala suerte no haber tenido esos malditos zapatos. Nunca he sido un hombre ambicioso, y lo único que anhelo es alguien que pague mi alquiler. Pero tengo la certeza que sin los zapatos rojos no la encontraré, así que a partir de ahora mi única pretensión será acostarme con una famosa. Hasta ahora lo más cerca que he estado fue aquella vez que me acosté con una muchacha que se parecía a la hermana mayor de la tribu de los Brady, pero a la de la versión cinematográfica, no la serie de los 60. Lo de aquella chica fue gracioso. Nos conocimos una tarde de verano en la sala de espera de mi dentista, uno de los sitios más románticos que he visitado, mientras esperaba para una limpieza dental. Como la sesión se demoraba nos pusimos a charlar y enseguida congeniamos, por lo que decidimos continuar con la retahíla de embustes con un refresco al salir. Ya en el bar reímos durante un par de horas, hasta que la combinación de ternura y destilados hizo que juntáremos nuestros labios con la seguridad de que sería de forma vitalicia. Como en este país está mal visto hacer el amor en público resolvimos ir a mi piso para poder dar rienda suelta al exceso de feromonas que nos rodeaban. En el taxi de camino a mi casa tuvimos nuestra primera pelea. Visceral, cortante, estúpida, pero con una emotiva reconciliación. Fornicamos infinitas veces, cada una de ellas más indolente y con menos pasión que la anterior, hasta que ante mi insistencia para un último bis me espetó que le dolía la cabeza y me dio la nalga. A la mañana siguiente había desaparecido. Se llevó consigo mi dinero, mi televisión y mi foto dedicada de Fabio Mcnamara. Lo único que me dejó fue la habitación inundada de su perfume de coco y un profundo vació interior. Para mí acabó siendo una relación como otra cualquiera, pero condensada en 17 horas. Cuando le conté el episodio a mis amigos se entristecieron por mi, por ser tan pringado y por mi mala estampa, pero no entiendo por qué, si a mi lo único que me quita el sueño es entender lo que dice el cantante de “Los Planetas”…

sábado, 6 de septiembre de 2008

En tus zapatos


Todos hemos tenido alguna de esas noches de sábado. Noches de vagabundeo errático taciturno. Noches de paseos en la nocturnidad en las que en lugar de lucir nuestra juventud en la barra de un bar nos escudriñamos en la vaga soledad de la clausura del hogar, quemándonos las pestañas delante de la pantalla del ordenador, apáticos en la medianoche repasando tiempos pasados y desventuras añejas. Son las noches para nostálgicos. En esas noches ese estúpido sentimiento melancólico se atenaza en el espacio subarácnoideo a traición, desatando recuerdos que brotan en cascada pasando por nuestras retinas a la vez que esbozamos una media sonrisa tonta, y así, casi sin querer, trasteas en el ordenador, y es cuando llegas a esa maldita carpeta en la que está archivada por riguroso orden cronológico la colección de una vida en fotografías. Momentos grabados de cumpleaños, novias, borracheras, que conviven en una carpeta de Windows junto al porno y las descargas ilegales, llenas de telarañas digitales que sustituyen a los gordos albumnes de fotos que antaño coleccionaban polvo en las estanterías. Y cuando con tu mano insensata guiada por el fantasma burlón del recuerdo pulsas el botón derecho del ratón estás perdido. Ahora ya si es inevitable hacer un sentido repaso de los momentos pasados plasmados en las 2 dimensiones de la pantalla LCD, aderezando cada retrato con suspiros fuera de tono. Suspiros por esos veranos de ayer, suspiros por esas juergas estudiantiles. Se plantean las preguntas ¿Por qué Karina tenía razón y cualquier tiempo siempre nos parece mejor? ¿Por qué por muy bien que estemos hoy siempre añoramos una época anterior? ¿Por qué somos tan estúpidos y volvemos a repasar esas imágenes si sabemos a ciencia cierta que nos van a deprimir? ¿Por qué ahora estoy más calvo? ¿Por qué tanto por qué? Una serie de incógnitas en la ecuación de ese camino entre 2 puntos que es la puñetera vida, un vago inconformismo inherente a todo ser humano. Pero aunque creamos que los únicos desgraciados somos nosotros todos miramos de esa manera llorona fotografías, incluso los famosos y adinerados. Hasta las estrellas de Hollywood, con su pompa y glamour repasan la antología de sus recuerdos con desdicha e insatisfacción. Seguro que Kim Basinger se ha retrepado en una mecedora de su alcoba más de mil veces con una baraja de fotos en las manos, acordándose de cuando era la joven novia de Batman o la atractiva amante de Michey Rourke. La fortuna le sonreía entonces y ahora se pregunta como ha terminado haciendo de la madre de Eminem.
Pero así es, y mientras permanecemos sedados por el recuerdo el futuro pasa delante de nuestras narices en todo momento, mientras tomas café en la terraza, mientras haces calceta vespertina. Da igual que te escondas debajo de la mesa. Te va a encontrar igual y acabarás sintiendo tan añoso como el rito de separar las piedras de las lentejas.
La vida nos engaña con faroles como en una buena partida de póquer, y transcurre en un suspiro, exhalada a pesar de parecer lenta como una película de Antonioni.

Pero toda regla tiene una excepción y no a todo el mundo le da por las fotos. En una noche tonta de sábado Kubrick se puso a escribir el guión de “2001, odisea en el espacio”