domingo, 28 de diciembre de 2008

Anoche me desperté atrapado en un poema.


Anoche me desperté atrapado en un poema.
Un poema de versos sueltos que formaban un campo de sueños oscuros como la noche, y donde solo resplandecían dos estrellas grandes como los ojos de Aixa y una luna menguante que el suave viento mece mientras su imagen es reflejada en un arroyo de agua que no suena. Allí estaba yo: En medio de la oscuridad, sin sonidos, sin gentes, al lado de un arroyo que refleja la luna. Solo los lirios y yo, ambos perdidos, angustiados, y helados.
Mas tarde supe que estaba en la Huerta de San Vicente, pero en ese momento yo no lo sabía. Solo sabía que no sabía donde estaba pero que había una fragancia en el aire que me resultaba familiar. Quizás era porque se trataba de un lugar que hacía tiempo que no visitaba y por eso no recordaba. Adelante, en medio de las hileras de lirios, me atreví a distinguir lo que parecía una vieja barraca a la que me acerqué. Maderas raídas flanqueada por piedras inertes, y por cuya madera resbalaban unas gotas que mi vista no adivinaba si eran lágrimas o sudor. Cuando quise tocarlas comprendí que se trataban de lágrimas, pero lágrimas que no estaban en la madera, sino que manaban de mis ojos. Me agaché para coger una hoja con la que secarme, cuando de pronto la barraca se convirtió en un fogonazo, rojo como las pepitas de una granada, con llamas que comenzaban a acariciar su madera como un amante novel, hasta que la ternura se convirtió en furia y las llamas crecieron tanto que se convirtieron en una aurora roja que atravesaba el cielo. Poco a poco las maderas y las ruedas son sustituidas por cenizas, desapareciendo las llamas y quedando de nuevo la luna y las dos estrellas como única luz. El suave viento comenzaba a levantarse, bajando desde la Sierra y trayendo recuerdos del Veleta camuflados como una colección de suspiros que corretean por el valle y elevan las cenizas, arremolinándolas como una nana. Pero esa nana desaparece y dejan paso a verdugos que salen de entre la oscuridad. Verdugos fríos que rezuman odio desde sus hachas de acero desnudo. Hombres con hachas que hacen las veces de juez, jurado y verdugo y que me castigan. Me castigan con el exilio, mandándome lejos de ese campo de lírios, alejándome de los ojos de Aixa.
Desesperado, ruego clemencia. “Por favor, tengan piedad. Córtenme los miembros, sáquenme los ojos, pero por favor no me separen de esta tierra porque por lejos que me lleven aquí se queda mi alma”
Y desperté. El sonido ronco del despertador me levantó. El sueño se terminó. Pero el castigo de los verdugos seguía siendo real.

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