domingo, 14 de septiembre de 2008

Que bien se está en casa


Tengo que confesar que desde bien pequeño he tenido una filia especial y casi enfermiza por los zapatos de mujer. Planos, de aguja, abiertos, de charol, rojos, negros…de todas clases y colores, pero mis favoritos sin duda han sido los de Judy Garland. Al siempre erótico color rojo hay que sumarle la encantadora magia negra que estos poseían, que permitían al que los calzase viajar en el espacio y en el tiempo, como si de una psicodélica combinación de barbitúricos se tratase, pero mucho más sano, por supuesto. Si yo hubiera tenido unos zapatos como esos también hubiera tenido la suerte de recorrer con suela errante el camino de baldosas amarillas, conociendo inverosímiles personajes como El espantapájaros sin cerebro o El hombre de lata sin corazón. Pero muy a mi pesar nunca he tenido unos zapatos semejantes, y lo único que he conocido sin corazón han sido mujeres. Hay quién lo achaca a que como el espantapájaros no tengo cerebro, pero tengo la seguridad de que todo se debe a la mala suerte, la mala suerte no haber tenido esos malditos zapatos. Nunca he sido un hombre ambicioso, y lo único que anhelo es alguien que pague mi alquiler. Pero tengo la certeza que sin los zapatos rojos no la encontraré, así que a partir de ahora mi única pretensión será acostarme con una famosa. Hasta ahora lo más cerca que he estado fue aquella vez que me acosté con una muchacha que se parecía a la hermana mayor de la tribu de los Brady, pero a la de la versión cinematográfica, no la serie de los 60. Lo de aquella chica fue gracioso. Nos conocimos una tarde de verano en la sala de espera de mi dentista, uno de los sitios más románticos que he visitado, mientras esperaba para una limpieza dental. Como la sesión se demoraba nos pusimos a charlar y enseguida congeniamos, por lo que decidimos continuar con la retahíla de embustes con un refresco al salir. Ya en el bar reímos durante un par de horas, hasta que la combinación de ternura y destilados hizo que juntáremos nuestros labios con la seguridad de que sería de forma vitalicia. Como en este país está mal visto hacer el amor en público resolvimos ir a mi piso para poder dar rienda suelta al exceso de feromonas que nos rodeaban. En el taxi de camino a mi casa tuvimos nuestra primera pelea. Visceral, cortante, estúpida, pero con una emotiva reconciliación. Fornicamos infinitas veces, cada una de ellas más indolente y con menos pasión que la anterior, hasta que ante mi insistencia para un último bis me espetó que le dolía la cabeza y me dio la nalga. A la mañana siguiente había desaparecido. Se llevó consigo mi dinero, mi televisión y mi foto dedicada de Fabio Mcnamara. Lo único que me dejó fue la habitación inundada de su perfume de coco y un profundo vació interior. Para mí acabó siendo una relación como otra cualquiera, pero condensada en 17 horas. Cuando le conté el episodio a mis amigos se entristecieron por mi, por ser tan pringado y por mi mala estampa, pero no entiendo por qué, si a mi lo único que me quita el sueño es entender lo que dice el cantante de “Los Planetas”…

3 comentarios:

confin dijo...

Yo tampoco lo entiendo, tío.

Sulfamidas Smith dijo...

Yo creo que se debe a, como diriamos popularme, "que canta con un cipote en la boca"

can dominante dijo...

como minguella