miércoles, 19 de diciembre de 2007

LUDOVICO


Ludovico Pío es quizás mi personaje histórico favorito. Emperador de Occidente en el siglo IX y rey de los francos durante veinticinco años. Un triunfador, pero a la vez un incomprendido. Ludovico era un alma errante, un solitario con fama de sanguinario pero lleno de bondad, que, como buen padre, pretendió la justa división de su imperio entre sus hijos, pero estos sarnosos desgraciados, en una avaricia sin mesura, le declararon la guerra en agradecimiento. Cría cuervos.
En eso nos parecemos mucho. El era atormentado por sus hijos, y yo por las hembras de mi especie. El pretendía la equitativa división de su imperio entre sus hijos, y yo la de mi cuerpo entre las féminas. Justicia e imparcialidad para todas las partes. Ambos comprendimos demasiado tarde que nuestras buenas intenciones caen en saco roto, que la codicia es innata en el homo sapiens, que ya va escrita en nuestro código genético aritméticamente. Aunque el no supiera lo que es la adenina o una citosina comprendió que la miseria esta dentro de nosotros, incrustada en algún sitio, probablemente al lado del colon. Que es un defecto que ya viene de fábrica, como esa costura que tenemos que va desde el ojete hasta la trompa, y que nos acompaña desde que somos expulsados del vientre materno hasta que la lápida se posa sobre nuestras cabezas o, en el caso de tratarse de una bruja, ardes en la hoguera. Un rasgo que afecta a todos en mayor o menor medida, como la gripe o las flatulencias, sin tener en cuenta el sexo o la raza, la condición o la religión. Pero Ludovico y yo lo comprendimos tarde. No importaba lo sanas que fueran nuestras intenciones. Ellos querrían más.
Asediado por la tristeza de la traición se recluyó en un monasterio, dedicándose al cultivo de hortalizas, pensando que las verduras serían mejor compañía, y en algunos casos aportaría mejor conversación, que el ser humano. Yo por mi parte también me recluí. Me exilié en mi soledad ficticia y en mi acomodo burgués, rumiando la inquina de las mujeres, centrifugando mis pensamientos creyendo que por eso iba a ser mejor persona, intentando convertirme en el discípulo aventajado de House.
Falsas expectativas.
Ludovico y yo hemos sido almas gemelas separadas por mil años en el tiempo. Almas afónicas y desafortunadas de conquistadores imperialistas presuntuosos que se desmoronan como peleles de trapo.

Ludovico murió una tarde de Junio, víctima de un ataque de pánico durante un eclipse de sol.
Yo espero morir de un ataque de histeria en un concierto de los Depeche Mode.

No hay comentarios: