martes, 5 de julio de 2011

Mis hombrecitos pueden con 20 marines y 100 cocineros


La vida es un camino en el que se coleccionan momentos humillantes. Es como una especie de requisito para que te den el carné de persona. El primero que recuerdo fue cuando en párvulos olvidé vestirme y fui a clase en pijama. No hay nada tan cruel como un niño. Aún oigo las risas por la noche. Este momento fue contemporáneo a cuando mi madre y sus amigas llegaron a casa y me pillaron maquillado y travestido. No era nada perverso, simplemente una apuesta. Aquel fue un mal año.
Y así entre humillación y humillación uno va creciendo, hasta que llegó el peor momento de mi vida: El otro día cuando tuve un gatillazo. Fue un momento terrible que espero que no vuelva a repetirse. Los pedazos de mi autoestima aún salen cuando barro.
Todos los hombres somos conscientes de que las mujeres nos someten a un examen continuo. Un profundo análisis de nuestras habilidades como amantes donde tomarán nota de cualquier defecto que tengamos. Minuciosa investigación de artes amatorias donde esperan con ansia un desliz en la forma o en el fondo. Y todo para poder reunirse junto con más representantes del género y poner a parir a sus exnovios: que si tal era eyaculador precoz, que si cual besaba con demasiada lengua, que si el otro sudaba demasiado.... Una perfecta disección con saña de la coyunda.
Pues allí estaba yo el día de marras, acometiendo el coito, sin poder dejar de pensar en el sibilino estudio del que estaba siendo objeto, imaginando a futuras novias tomando nota y a familiares y amigas suyas reunidas comentando la jugada tomando un té, mientras yo me esforzaba y trataba de consumar el acto con precisión milimétrica. Casi podía escuchar los lápices garabatear en la libretita.
Fue inevitable, tanta presión me pudo y mi instrumento falló. Suerte que esa vez también estaba haciendo el amor conmigo mismo.
Sin duda un momento terrible. Nunca creí que pasaría pero esto superó incluso al momento de mi muerte, cuando me bajé del caballo y me bañé sin quitarme la armadura. Irremediablemente me ahogué.

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