miércoles, 8 de julio de 2009

Gritos, aspavientos y signos de excitación


La profundidad es algo que si no existiese debería inventarse. Es un delirante intercambio de emociones, un flujo de endorfinas que acampa en el contexto de las cosas y que las dota de interés. Porque las cosas ganan con la profundidad. Que placer disfrutar de una conversación profunda, o de un susurro en la profundidad de la noche. Saltas de alegría cuando sales de la profundidad y ves la luz. Incluso la cocina sin profundidad debería considerarse una burla gastronómica. Pero hay una única profundidad que no me gusta: la de los ojos. Es más, le tengo miedo. Porque desde tiempos inmemoriales la profundidad de los ojos ha sido capaz de lograr hazañas hercúleas, de derribar las torres más altas. Para mi es una fobia incapaz de superar. Y no se debe a que sea un cerdo misógino, sino a la fragilidad de mi cerebro ante una mirada edulcorada. Un condicionador emocional que me espanta. Le temo casi tanto como a las pirañas, ese engendro de la naturaleza que Dios inventó cuanto estaba probando el vino de la última cena. Porque solo ebrio se te puede ocurrir ponerle esos dientes a unos peces. Cuantas pesadillas en las que estoy pescando con mi barca y las pirañas con alas de James Cameron me atacan. Casi tantas como en las que me cruzo con una mirada profunda que no me da tiempo a esquivar.
Y es que pescar y las mujeres comparten una cosa: pescar una pieza y devolverla al mar.

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