domingo, 27 de julio de 2008

Viva el tren de Cartamar


Odio mi trabajo. Es una mierda. Y por eso me he buscado uno nuevo. Ahora soy periodista, y es de lejos el mejor trabajo que he tenido, superando con creces a los de jardinero de Hugh Heffer, piloto del halcón milenario y perito de una compañía aseguradora de piernas de famosas. La verdad es que ser periodista se parece mucho a lo que venia haciendo hasta ahora en mis ratos libres: contar mentiras y publicarlas, con la agradable diferencia de que ahora me pagan por ello y no tengo que estresarme pensando sobre que escribir. Mi editor me lo dice, y yo lo adorno. Un puñado de frases rebuscadas, un uso imaginativo de los adjetivos y sobre todo espectacularidad. Mucha espectacularidad. Cuanto más espectacular sea, más llamará la atención del lector, y al fin de al cabo de eso es de lo que se trata ¿No? Cuando hago de simulacro de escritor me siento un poco impostor. Delante del folio sale el Mr. Hyde que llevo dentro. Durante horas, días o semanas vive agazapado en mi interior, enroscado en algún folículo alimentándose de mis malas acciones inhibidas, esperando que comience el martilleo sobre el teclado para salir del calabozo. Y me reemplaza. Y sin que me de cuenta lo ha hecho y soy otro tipo. Cuando escribo me siento como un “Transformers”, aquella serie de dibujos ochentera protagonizada por un camión que a voluntad se transformaba en un robot gigante amante de los niños humanos (pero ojo, amante en el buen sentido de la palabra). Y no me siento así por el hecho de ser un camión, que no lo soy aunque mi perímetro craneano se aproxime peligrosamente, sino por el hecho de transformarse, de ser otra persona. En aquella añeja serie los objetos eran objeto y robot. Una dualidad cósmico-tecnológica inquietante. A mi los personajes que más me gustaban eran los “Dinobots”, que como su propio nombre indica eran dinosaurios robots. Quizás me gustasen tanto porque ya con 10 años era viejo de espíritu. Era algo así como el Matusalén espiritual del patio del colegio. Yo siempre lo he atribuido a un problema cromosómico, pero mi madre siempre ha defendido que es producto de una mala caída en mis tiempos de cuna. La verdad es que es un poco triste que me teniendo barba y una calva incipiente que se abre paso sigilosamente desde la coronilla la justificación de que me gusten los “Dinobots” sea una caída de antes de ser destetado. Pero es que eran unos bichitos muy monos. Es más, ahora que Michael Bay pretende rodar la segunda parte de la adaptación de la serie de dibujos a la pantalla grande espero que tenga el acierto de incluirlos. Si es así que cuente con el importe de mi entrada. Aunque de cualquier manera pensaba ir a verla. ¿Quién se resiste a ver la belleza amazónica de Megan Fox en 25 x 10? Es tan guapa que se merecería estar en una catedral, aunque muy virgen no creo que sea. La culpa de estos impíos deseos no es mía, es del verano. Durante el invierno poco a poco se va formando un lecho de hormonas en los testículos, que el calor del verano bulle provocando ese enfermizo deseo de apareamiento. Pero lo peor es que por culpa del desquicio de mi cerebelo ya no se si las ganas que tengo de ver “Transformers 2” es a causa de la imponente presencia de la Srta. Fox o son los efectos secundarios a una transfusión directa de sangre procedente de la vena braquial del brazo derecho de Mark Hamill. Las dudas se agazapan frente al brillo de las dos star sistem con jersey de lentejuelas. Un brillo radiante, refulgente. Lumínico como la guitarra de Brian May o el diente del malo de Willy Fog. Willy Fog era otra serie ochentena, pero en este caso de un señor que le daba la vuelta al mundo, ayuda a la gente, gana una apuesta y se enamora ¡Y todo en 80 días! El señor, que era señor y león, usaba todo tipo de inverosímiles medios de transporte: globo, caballo, elefante...¿Por qué no se limitaba a ir en tren? Que raros y recelosos son los ricos…El tren es mi transporte preferido desde siempre. Exótico y romántico. El emblema de la locomoción por antonomasia. Seguro que hasta la misma Muerte usa el tren en su periplo hasta el Hades, porque La Muerte, aunque mucha gente no lo sepa es maniática y detallista. En tren incluso el viaje a ninguna parte se convierte en un desecho de lírica con banda sonora de los Beatles, zumo de manzana incluido ¡Viva el tren de Cartamar!

sábado, 19 de julio de 2008

Microrrelatos Vol.I


Ultimamente me preocupa mi absoluta falta de sentimientos.
Anoche vi "King Kong", y lo único que me perturbaba era saber desde que distancia olería semejante bicho mojado.

domingo, 13 de julio de 2008

Puestos a comparar


Las relaciones son como la película “Cube”.
Si lectores,esa película de terror canadiense en la que una serie de individuos aparecen encerrados en una habitación cúbica sin saber como, y donde para salir deben pasar a nuevas habitaciones que encierran mortales trampas, siendo cada una más peligrosa y tétrica que la inmediatamente anterior. Pues en las relaciones ocurre igual. Uno aparece en ellas sin saber como, sin darse cuenta, así de sopetón, como en el famoso cubo, sin darte tiempo a razonar como ha llegado a ocurrir eso, e intentando asumir porqué te ha tocado a ti. La conmoción del momento vuelve la reflexión tosca e inerte.
Uno se acuesta una noche libre, como la canción de Nino Bravo, creyendo que todo es fornicio y pitanza, y horas después la tragedia ha ocurrido. Se amanece atrapado entre las 4 paredes de la vida en pareja, encadenado al mástil del barco del amor, absorto y con una desorientación de proporciones cúbicas. Por más que uno quiera, esa hombría con la que se entra en el cubo, perdón, en la relación, se va diluyendo poco a poco en una mar de concesiones, y cuando te quieres dar cuenta, además de un catálogo de fluidos, compartes el coche (si ese mismo que no dejas conducir a tu mejor amigo), los absolutamente incompartibles bollitos de la pantera rosa y el rincón para el estacionamiento de tu cepillo de dientes junto al secador del pelo.
Los personajes de la película tenían una vida anodina y aburrida, pero no la echaron de menos hasta estar dentro del cubo. En una relación pasa igual. No echas de menos tu libertad hasta que la pierdes, hasta que la claustrofobia encoge la habitación, hasta que no haces más que corretear entre las cuatro esquinas. Y no sabes como, cuando, ni por qué, pero ha ocurrido, estás dentro. Y no te atreves a recular. Y el problema no es solo ese. El problema es que hagas lo hagas estás condenado. Tanto si intentas salir, como si quieres avanzar, cada puerta es un enigma, y detrás no sabes que te encontrarás. Temes porque sabes que detrás del pomo puede haber una sierra que te corte la cabeza…o algo peor. Quién sabe si detrás de la próxima se esconderá un profesor Moriarty con bata y rulos. Son continuas las trampas de las que con ingenio y pericia te puedes intentar zafar, pero ¡Ay si crees que te puedes tumbar al sol tranquilamente mientras escuchas a los Creedance clearwater revival! Estás perdido si piensas que puedes apontocarte cómodamente en una sala. Tanto en la relación como en la película hay un tiempo prudencial de estancia en el habitáculo que no debes dejar agotar para cambiar de habitación bajo ningún concepto, porque nada bueno puede pasar si no avanzas. Si te confías y relajas un ente ectoplásmico habrá acabado contigo antes de que te des cuenta. El tiempo corre en tu contra. Y cuando menos te lo esperes el cubo girará, y cambiará su posición, y lo que ibas a hacer bien estará mal, y te desconcertará, y ya no sabrás que hacer. Y si al final, tras ir de una sala a otra, escapar de mil fechorías, de intentar conservar intactos todos tus apéndices, te encuentras con la última puerta. ¿Qué encontraras? ¿La libertad? ¿La sala azul? ¿La felicidad? ¿Otro cubo? ¿Un plato de puchero de hinojos? Muchos son los llamados, poco los elegidos, y el camino un laberinto que cambia la geometría de la matemática por las ecuaciones y aritmética del amor. Ambas, película y realidad, tan solo se diferencian en un verbo copulativo. En “Cube” están inconscientes. En una relación eres un inconsciente.

Y por si alguien lo dudaba, tanto la película como las relaciones tienen su innecesaria secuela.

viernes, 4 de julio de 2008

Maldita evolución


Definitivamente, la evolución es una dama pérfida y consentida.
Darwin debe de estar descacharrándose en su tumba viendo como esa teoría que inventó nos maldice con un estúpido instinto de perpetuación de la especie que constantemente nos impulsa a cometer todo un catálogo de tonterías. Un cúmulo de hormonas agitadas, no mezcladas, que promueven todo tipo de actuaciones con gran carga de patetismo por un mero e instintivo afán de transmisión de material genético.
A pesar de mi intelecto privilegiado y mi capacidad para hablar 4 idiomas, escuchar 7 emisoras de radio a la vez y terminar el cubo de Rubick mientras leo la columna de Umbral, ante una presencia femenina me veo reducido al mínimo común denominador como el resto de mortales, apareciendo en mi una serie de arritmias, sudoraciones varias y comportamientos malsanos.
Esto sin ir más lejos, me ocurrió ayer por la tarde, mientras tomaba café, tranquila y plácidamente. Hasta que dos pechos wonderbrarizados embutidos en un jersey de “mango” con escaso margen para la imaginación se sentaron junto a mí, provocando una reacción química en cadena de origen en mis pantalones y rápida propagación vía linfática. Educadamente le pedí el azucarero y ella amablemente me lo cedió, algo que no tendría nada de especial sino fuera porque después de hacerlo en 8 ocasiones en el centro de mi taza se había formado ya un islote de azúcar digno de ser colonizado por cualquier explorador despistado que pasara por allí. Ella miraba mi taza con gesto fruncido y aprovechando la coyuntura me lancé a entablar conversación con ella, pero creo que la extinción del lince ibérico no era un tema de su dominio. Yo estaba dispuesto a gastar toda mi artillería en la conquista de esa hembra, pero el doble de Conan que apareció de entre las sombras y le dejó caer el brazo por encima me disuadió de hacerlo. Y es que a pesar de mi mas de metro ochenta no dejo de ser un enclenque productor de masturbaciones compulsivas. Para colmo de desgracias el tipo en cuestión era dueño-regente de la cafetería, así que aunando discreción y agilidad me escabullí de allí, mientras por el rabillo del ojo veía como esa mole venía a por mí. Hoy día sigo sin saber si era por la chica o porque no pagué la cuenta, en cualquier caso era poco sensato quedarse para averiguarlo. Calle abajo conseguí esquivarlo metiéndome por una puerta entreabierta que vi en el callejón, pero no se si quizá hubiera sido mejor quedarme como saco de boxeo del tipo porque lo que se escondía tras la puerta era un maratón de cine de Lars Von Trier. Puede que sea un cobarde, es más, con rotundidad lo afirmo, pero toda persona tiene un límite, y después de ver 3 veces la película de Bjork, con sus respectivas mesas redondas posteriores, encontré el mío, aunque quizás expresarlo gritando “¡Pero, por favor, pero si es una mierda!” no creo que fuera lo más sensato. Cientos de fanboys me miraron con los ojos desorbitados, y en apenas unas décimas de segundo toda una legión de acólitos de Lars me perseguía. Y cuando crees que las cosas no pueden ir a peor, va un desfile de seguidores confesos de Thomas Vinterberg y se cruza en tu camino, y claro por el bien del cine Dogma hacen piña y se persigue al hereje. Menos mal que la calle desembocaba en una terraza donde estaban sentados José Luis Garci y Rodrigo Rato tomando una cerveza y al ver el embrollo en el que me encontraba el Sr. Rato se puso en pie y, haciendo gala de su contrastada bondad, comenzó a cantar el Nessum dorma de Turandot, porque por todos es bien conocido que la música amansa a las fieras, más si es la música de una ópera de Puccini. Para celebrarlo y en forma de agradecimiento decidí invitarlos a un concierto de Hevia que se celebraba dos calles mas abajo, y allá fuimos como tres mosqueteros galaicos.
El concierto estuvo muy bien y la gaita del artista me recordó mis orígenes escoceses. Y no porque mis antepasados nacieran en Escocia y lucieran el famoso kilt con la elegancia de Marilyn, o porque mi bisabuelo fuera un alcohólico apasionado del whisky del malta, sino porque yo soy el último descendiente directo vivo del monstruo del lago Ness en su séptima generación. Resulta que mi tataratatarabuela visitó las Highlands en su juventud, y en una noche loca conoció a Nessi. Un par de whiskys, la labia escocesa…y el resto es historia.
Y es que hay que tener cuidado con los whiskys, porque whisky va y whisky viene y a la mañana siguiente te despiertas con dolor de cabeza en un banco del parque, con pajarita, sin pantalones y con una foto de Gene Kelly en la cartera en vez de dinero, que es como acabo de amanecer.
Moraleja: Nunca te fíes de la sonrisa de un reputado director de cine y de la afabilidad de un ex ministro de Economía y Hacienda.